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Acuarela: Higorca |
Era
el día 24 de diciembre. Estaba toda la familia reunida dispuestos a cenar. A
devorar todas aquellas exquisiteces que habiendo pasado por la cocina estaban
diciendo “cómeme”.
Entre
todos habían preparada tan suculenta cena. Estaban animados y dispuestos a
pasarlo bien. Era ilusionante esperar las doce de la noche, o también la
llamada hora de las brujas. En ese día era todo lo contrario. Era la noche que
nacía un niño en un portal. Ese Niño era Jesús.
Por
esa razón todo era distinto, lleno de ilusión, de magia. Donde reinaba la alegría,
la felicidad.
Entre
tanta gente una mujer miraba sin ver. Su mirada perdida dejaba entrever que
estaba pensando en otros años. En otro lugar muy distinto del que ahora se
encontraba.
Miró
sobre la mesa. Había muchas cosas y en cambio a ella le faltaba algo. Y recordó
sus años de niña, de adolescente.
Recordó
su lugar de nacimiento, la “gente” con la que ella vivía: sus padres, sus
abuelos, sus hermanos.
Y
sobre todo la ilusión de aquellos años por preparar la Navidad. Su padre preparaba
todas las figuras del nacimiento: el río, el puente, el portal, la estrella y
aquellas magnificas montañas de corcho. Cada año el mismo ritual.
El
árbol, iban a comprar un abeto, lo cogían con raíces, luego, cuando pasaban las
fiestas lo transportaban para volver a plantar.
¿Cuántas
veces se había preguntado si era verdad que vivían? Le hubiera gustado visitar
aquellos sitios donde los dejaban todos los años. ¡Era mejor no saber nada!
Sobre
la mesa: la sangría que su padre con cariño preparaba unos días antes. Y algo
que a él le gustaba con locura. Sus angulas. Ella no podía ni verlas, le
parecían gusanitos ¿qué cosas de pensar tenía?
Era
tantas cosas y tan distintas. Había momentos en que las añoraba, pero la ley de
vida era así. Unos se iban para que pudieran nacer otros.
Aquella
noche también recordaba a todos los suyos que ya se fueron. De toda su familia
solamente ella quedaba y allí estaba en una mesa distinta, en un lugar casi
desconocido.
Terminaron
de cenar: de comer los turrones, los barquillos y bombones. De brindar con
aquel espumoso cava. Unas burbujas doradas que al beber saltaban unas chispitas
que besaban la cara ¡era un placer!
Los
niños se levantaron y la algarabía empezó: gritos, saltos, villancicos, la
zambomba sonaba con fuerza. Otro de aquellos chicos pidió
-
¿Dónde esta la pandereta?
Los
hombres fueron a buscar al “caga-tío”
-
¡A coger los bastones! Y los niños buscaban
las garrotas que estaban metidas en
aquel bastonero antiguo de la abuela, con ellas les pegaban fuerte para
que el pobre tronco “cagara” pequeñas chucherías.
¡Ya
se habían encargado los pequeños de la casa en llevarle mucha comida!
Aquello
era lo más divertido de la Nochebuena. Todavía conseguía ilusionarla todos los
años, y, eso que ya no era una niña ¡no! Ni mucho menos, pero era tan bonito
ver la inocencia de aquellos pequeños. La misma que ella tenía.
Claro
que la ilusión no debe perderse nunca, cuando eso llegue todo ha terminado.
Es
Navidad y los cuentos se hacen muchas veces realidad.
Higorca
1 comentario:
Sería tan bueno tener siempre la inocencia de la niñez!Pero la vida sigue su curso y nos encontramos con la realidad que no siempre es necesariamente mala, porque también nos prepara cosas maravillosas que tenemos que saber apreciar.
Muy feliz Año nuevo!!!
Un abrazo fuerte
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